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sábado, 3 de septiembre de 2011

Tres de la Madrugada.


Tres de la madrugada. Alabanzas inesperadas que han endulzado mi autoestima. Yo no quiero caer en la arrogancia. No quiero rozar la falsa modestia. No quiero decir tímidamente "No es para tanto" mientras la víbora mira por encima de los hombros. No quiero ser la mártir o la victimista. No hay manera. Y hay que elegir bien las palabras porque afirmarte a ti misma de humilde es una contradicción. La única que no tolero. Pero son las tres de la madrugada y tengo la certeza de que mis párpados no se cerrarán pasadas las 6. No lo harán. Me conozco bien. Hace unos instantes un dolor sordo. Un nudo en la garganta que no se digna a deslizarse por el esófago. Una asfixia. Una exigencia. Y me siento aquí, como todas las noches, como una rutina. Una cita con mi amante que tengo la seguridad de que no aparecerá. Una impotencia. Vengo, me sereno, me hablo, me consuelo. Porque yo sé lo que estoy buscando. Está detrás de todos los cumplidos. Más allá. Me enervo, me frustro, me enfado. Doy puñetazos a una persona invisible. Al aire. A mí. A los pensamientos que surcan mi mente. Vuelan. Lo único, lo real, la verdadera tortura. La superior de las expiaciones. 


No poseer mi propia aprobación.